La leyenda de los ojos de luna
Sguardo di Luna nació y creció en el pueblo donde todo giraba en torno al poder que detentaban predominantemente los hombres adultos y donde las diferencias de clase social marcaban la gran diferencia real.
El padre volvió inválido de la Primera Guerra Mundial y se convirtió así en un minero barato, mientras que la madre, por su parte, vivía perpetuamente en la típica monotonía de tener que administrar poco dinero con los muchos hijos que venían al mundo
La niña vivía donde las luces de las estrellas se mezclaban con las de las chimeneas y las lámparas de carburo. Alrededor, los adultos navegaban entre el peso de los asuntos de casa, la oscuridad de los túneles y las olas de un mar hecho de vino tinto, que difundía humos capaces de confundir los dolorosos mordiscos de la vida con las caricias del viento tibio que a veces sopla sobre la meseta.
Entre aquellas viviendas con tejados de madera y caña y paredes de barro y piedra, todo fluía como un arroyo, a veces crecido y rápido, a veces seco y lento, hasta que sus ojos se cruzaron con los de un joven que acababa de llegar, y así se encendió el sentimiento, su único capital.
Él la llamaba Ojos de Luna, tan hermosa y dulce era ella, la única con ojos que podían penetrar en su alma. Se conocieron en una fiesta organizada en la placita cercana a la pequeña iglesia, una fiesta organizada en honor del Santo, uno de los pocos Justos que se fijaron en los mineros. Aquella noche nació un hermoso juego, hecho de miradas, discretas, largas, intensas como escondidas, pero que bastaron para prometerse amor, de ese que se jura un día y para siempre. Y luego bailaron en círculo y durante mucho tiempo, frente al fuego encendido de leña y pasión, como si nada ni nadie más existiera a su alrededor.
Venía de quién sabe dónde, él también minero, él también barato porque aún era un adolescente, con el coraje de quien trabaja en la oscuridad y los músculos mineros aún por crecer.
Pero aún así eran tiempos en los que, especialmente las mujeres jóvenes, no poseían el derecho a decidir libremente, uno no podía elegir libremente, ni siquiera a su compañero de vida, sobre todo si estaban al cuidado de quienes ostentaban el poder en la comunidad. En ese caso y como en éste, una era considerada simplemente propiedad del más fuerte, que se consideraba libre de agarrarla y quitársela a su antojo.
Y así sucedió. Tal era su belleza, que uno de los hijos del rey de aquel pequeño imperio se fijó en ella y decidió apoderarse de ella. En caso de no conseguirlo, era fácil imaginar la desgracia que sufriría y que, por ello, podría vengarse llenando su vida de obstáculos y problemas, incluso golpeando a sus seres más queridos.
Consciente de que no podía escapar a un destino ya sellado, tomó la decisión de desaparecer sin dejar rastro.
El amor verdadero prevaleció y, al desaparecer, se sacrificó para salvar la existencia de los más cercanos, de los que estaban más cerca de su corazón.
Nadie supo su destino ni su final, simplemente desapareció en el aire. Se dice que durante mucho tiempo un joven encendía por la noche una vela en la ventana, como para mostrar que el recuerdo estaba siempre iluminado, del mismo modo que se dice que a veces se la ve, por la noche, bailando por las estrechas calles del pueblo, especialmente cerca de los dos majestuosos árboles centenarios que aún se alzan entre aquellas casas.
Se mueve sinuosamente, donde todo sigue siendo mágico, como las historias que revolotean y perduran en esos tejados, incluida la suya propia, la de Sguardo di Luna (Ojos de Luna), pues entonces no había nacido ninguna tan bella.
Inocente Satta